SECCIÓN 114
¿CREACIÓN O EVOLUCIÓN?
2. EL MEDIO PSICOLÓGICO
Todo a nuestro alrededor cambia y se transforma: los paisajes, las personas. Ya lo decía el filósofo griego Demócricto: "Todo fluye... no se baña uno dos veces en el mismo río."
El niño crece, se hace adulto, se reproduce y muere. La cara del mundo se ve así transformada permanentemente: evoluciona.
Es ésta una evidencia en la que no insistiremos. Hemos de reseñar no obstante, que esta constatación de la transformación permanente sobre el mundo y de nosotros mismos nos imprena cada vez más, sobre todod viviendo como vivimos una época de movimientos acelerados y donde sólo excepcionalmente advertimos la estabilidad. Sumidos en un ambiente de evolución, la misma noción de estabilidad se nos escapa progresivamente. Pensamos en términos de evolución, acostumbrados como estamos a ver modificarse nuestro entorno. Tanto que, con la mayor naturalidad, acogemos con agrado -como si estuviera en la naturaleza misma de las cosas- toda idea que se inserte en el contexto evolucionista de nuestro pensamiento. Por el contrario, nuestro espíritu demuestra ciertas reticencias ante toda noción ligada a la idea de estabilidad.
Todavía nos repugna más la idea de una marcha atrás. Y esto es así porque nos pmregna igualmente el mito del continuo progreso:
Nació al mismo tiempo que la idea moderna de evolución, en el siglo XIX, con la expansión de la ciencia, la civilización industrial y la revolución técnica. La humanidad parecía hallarse -al menos a los ojos de las élites- en el umbral de una maravillosa era: la técnica desarrollaría al infinito las posibilidades de la industria. Esta generaría nuevos empleos para las masas de trabajadores, sólo tenidas en cuenta, por lo demás, para menospreciarlas y temerlas. Y, sobre todo, proporcionaría a las clases burguesas una riqueza cada vez mayor.
¡Adelante! Ante la humanidad se abría un futuro radiante: la edad de oro que épocas anteriores buscaban en un pasado lejado, cuyo recuerdo conservaban vagamente, el apraíso perdido, era ¡futuro! La burguesía del siglo XIX creyó con absoluta convicción que asistía al despuntar de los albores de un brillante amanecer.
Sin duda, quedaban innumerables misterios en la naturaleza; pero la ciencia, adolescente ambisiosa y optimista, se encargaría de desvelarlos, de hacer comprender todo, de explicar todo. Recuérdese la declaración perentoria y enfática del gran químico francés Berthelot: "Hoy acaba de escribirse el útlimo capítulo de la química." Creía, y su época con él, que todo estaba descubierto, que el mundo quedaba definitivamente sometido al hombre, quien sabría desmontar sus mecanismos, estudiar y perfeccionar su funcionamiento.
Julio Verne, popular escritor de "ciencia-ficción", encarna a la perfección el espíritu de su tiempo. Muestra al hombre liberado, por fin, del dominio de las fuerzas de la naturaleza y, a su vez, dominándolas. El hombre que, con su inteligencia, resuelve todos los problemas, descubre otros mundos, crea felicidad, la justicia y la paz.
'Ingenuo optimismo! Entusiasmo juvenil que hoy día nos hace sonreir con cierta nostalgia. Porque el siglo XX ha sabido bajarnos rápidamente los humos: guerra, paro, desasosiego, contaminación, amenaza permanente, rápido agotamiento de los recursos naturales, injusticia social a nivel mundial...
¡Qué desilusión, qué amarga desilusión la de nuestro tiempo! Una desilusión que se convierte en abatimiento para unos, en rechazo para otros: los que, en la droga, por ejemplo, busca, fuera del tiempo, el paraíso que ya no creen ni pasado ni futuro... ¡Y todavía menos, presente!
Los biólogos no son más optimistas. J. Rostand, el genial biólogo, también humanista espiritual y equilibrado, se siente preocupado por el futuro de la humanidad; constata, como hombre de ciencia, que las taras físicas se perpetuan; que las radiaciones y el abuso de sustancias químicas multiplican las mutaciones, que, degradantes, afectan progrsivamente nuestro patrimonio genético y degeneran nuestra especie; que toda la naturaleza está amenazada de muerte, lenta o súbdita.
Queremos ser bien comprendidos: no pretendemos aumental la angustia de nuestra generación. Ya se encargarán otros de ello, que no saben, a menudo, más que inquietar, sin proponer soluciones o sin suscitar la esperanza necesaria para la vida del hombre. Lo que intentamos es evocar en algunas líneas el clima psicológico que acompañó a la aparición y al desarrollo de la teoría evolucionista. Ese clima, en una palabra, es el de un optimismo total, una confianza absoluta en el hombre, en la ciencia. Una mística del progreso. No es de extrañar, pues, que la tesis transformista se haya desarrollado en el curso de ese siglo.
Cierto que no sin resistencia: los teólogos de la época se rebelaron contra esta idea durante mucho tiempo. Inquietos ante las contradicciones que observaban entre las afirmaciones de la ciencia del momento y el relato bíblico de los orígenes, que entonces consideraban inspirado, y, por tanto, infalible desde todos los ángulos, incluso el científico, creyeron poder combatir la idea de evolución (en lo que estaban acertados) a golpe de citas bíblicas o de afirmaciones dogmáricas (en lo cual erraban).
Confundiendo la ciencia con sus resultados, siempre provisionales, los teólogos del siglo XIX creyeron que triunfarían sobre la idea de la evolución, desacreditando a aquélla. Resultado de ello fue una ruptura radicar, que desgraciadamente subsiste todavía hoy. De un lado estaría la ciencia, positiva, partiendo de hechos, sin ideas preconcebidas. De otro, la religión, dogmática, partiendo de ideas preconcebidas, con frecuencia intolerantes. Pero de este esquema resulta una doble caricatura.
Así, durante el siglo XIX y en buena parte del XX la ruptura fue radical. Las consecuencias de esta situación nos parecen funestas. Funestas para la religión, que ha tenido que desligarse de los hechos objetivos en los que se basan los estudios científicos; por esta razón, a menudo se ha alejado de las realidades contentándose con afirmaciones dogmáricas, fundamentando su fuerza sobre una base singular, el magisterio de la Iglesia, en nombre del principio de autoridad. No faltan ejemplos a lo largo de la historia. Funestas también para la ciencia que, por reacción, repudió, con toda justicia, la noción de cualquier autoridad que reprimiera la razón. Poco a poco fue creyendo, desgraciadamente, que era preciso abstraerse también de la noción de revelación divina, incluso del mismo concepto de Dios.
Tal cosa nos parece peligrosa, incluso anticientífica. Porque siempre que, ante un mismo fenómeno, sean posibles dos explicaciones, una de las cuales postule la existencia de Dios y otra lo contrario, la ciencia se inclinará por la segunda hipótesis. La aplicación de este principio conduce muy frecuentemente a los expertos a una construcción, a una explicación del mundo de la cual Dios es excluido. Así se manifiesta con especial fuerza en lo que concierne a la teoría transformista. Porque, evidentemente, se trata de una teoría y en absoluto un hecho.
Jean Flori & Henri Rasolofomasoandro, ¿Creación o Evolución?
Queremos ser bien comprendidos: no pretendemos aumental la angustia de nuestra generación. Ya se encargarán otros de ello, que no saben, a menudo, más que inquietar, sin proponer soluciones o sin suscitar la esperanza necesaria para la vida del hombre. Lo que intentamos es evocar en algunas líneas el clima psicológico que acompañó a la aparición y al desarrollo de la teoría evolucionista. Ese clima, en una palabra, es el de un optimismo total, una confianza absoluta en el hombre, en la ciencia. Una mística del progreso. No es de extrañar, pues, que la tesis transformista se haya desarrollado en el curso de ese siglo.
Cierto que no sin resistencia: los teólogos de la época se rebelaron contra esta idea durante mucho tiempo. Inquietos ante las contradicciones que observaban entre las afirmaciones de la ciencia del momento y el relato bíblico de los orígenes, que entonces consideraban inspirado, y, por tanto, infalible desde todos los ángulos, incluso el científico, creyeron poder combatir la idea de evolución (en lo que estaban acertados) a golpe de citas bíblicas o de afirmaciones dogmáricas (en lo cual erraban).
Confundiendo la ciencia con sus resultados, siempre provisionales, los teólogos del siglo XIX creyeron que triunfarían sobre la idea de la evolución, desacreditando a aquélla. Resultado de ello fue una ruptura radicar, que desgraciadamente subsiste todavía hoy. De un lado estaría la ciencia, positiva, partiendo de hechos, sin ideas preconcebidas. De otro, la religión, dogmática, partiendo de ideas preconcebidas, con frecuencia intolerantes. Pero de este esquema resulta una doble caricatura.
Así, durante el siglo XIX y en buena parte del XX la ruptura fue radical. Las consecuencias de esta situación nos parecen funestas. Funestas para la religión, que ha tenido que desligarse de los hechos objetivos en los que se basan los estudios científicos; por esta razón, a menudo se ha alejado de las realidades contentándose con afirmaciones dogmáricas, fundamentando su fuerza sobre una base singular, el magisterio de la Iglesia, en nombre del principio de autoridad. No faltan ejemplos a lo largo de la historia. Funestas también para la ciencia que, por reacción, repudió, con toda justicia, la noción de cualquier autoridad que reprimiera la razón. Poco a poco fue creyendo, desgraciadamente, que era preciso abstraerse también de la noción de revelación divina, incluso del mismo concepto de Dios.
Tal cosa nos parece peligrosa, incluso anticientífica. Porque siempre que, ante un mismo fenómeno, sean posibles dos explicaciones, una de las cuales postule la existencia de Dios y otra lo contrario, la ciencia se inclinará por la segunda hipótesis. La aplicación de este principio conduce muy frecuentemente a los expertos a una construcción, a una explicación del mundo de la cual Dios es excluido. Así se manifiesta con especial fuerza en lo que concierne a la teoría transformista. Porque, evidentemente, se trata de una teoría y en absoluto un hecho.
Jean Flori & Henri Rasolofomasoandro, ¿Creación o Evolución?
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